Por: Carlos Alberto Ruiz Socha
Derechos y coherencias de una transición. Apuntes (9)
Derechos y coherencias de una transición. Apuntes (9)
Como ya está expuesto, la amnistía y el indulto componen
un binomio fundamental, un doble instrumento de la misma fuente y
tensión filosófica, que es crucial como paso hacia atrás, para no caer
en el abismo del sometimiento. Su discusión es de las más importantes en
la formulación de una coherente superación político-jurídica del
conflicto armado desde una perspectiva de reversibilidad que le atañe al
Estado. Su tratamiento entonces en el proceso de paz se hace
ineludible, viendo en qué tiempo y con qué alcances se adoptan.
Aunque
a la vista de otros parezca prematuro o deba hablarse sólo al final de
la oferta de subordinación, sobre qué delitos cubren (razón objetiva y
general) y quiénes serían sus beneficiarios (factor personal o
subjetivo), una correcta posición ética, jurídica y política es
reivindicar que su tiempo llegó; que es ya mismo y no más tarde; que es
ahora cuando debe discutirse con transparencia hacia el país sobre las
características y dimensiones que deberán tener la amnistía y el indulto
en este pretendido cierre de la confrontación.
Dicho debate es
multifacético por las cuestiones que deben estudiarse y encajarse
jurídicamente a partir de realidades en el vaivén de una polarización de
las opiniones políticas, que en el caso colombiano en gran medida se
han incubado o inducido estratégicamente desde un poderoso sector de
derecha y sus medios de comunicación de masas.
Interesadamente en
sus núcleos, y no siempre en los más reaccionarios, se crea y defiende
de manera subrepticia una radical contradicción: exonerar de
responsabilidades por los hechos del terrorismo de Estado o la guerra
sucia que impulsó el Establecimiento, o sea seguir burlando el mandato
de su propia institucionalidad deshaciendo ataduras en la tramoya de la
legalidad santanderista que arrastra el país por casi dos siglos, y por
otro lado alegar la necesidad y supremacía de esa juridicidad en ese
sentido sacralizada, en busca de toda la dureza penal posible contra el
enemigo subversivo, aplicándole reglas de castigo por haberse atrevido a
desconocer la legitimidad de dicho orden.
Es en ese campo de
verdaderos cálculos de conveniencia o de perfidia, donde se explica
actualmente la lógica de la negativa de concebir y aplicar una amplia
ley de amnistía e indulto. Se aduce que si eso se llegara a hacer, se
dejaría en la impunidad a los rebeldes, por delitos que no son políticos
ni conexos. Siendo en realidad muy fácil salvar ese obstáculo plantando
unas claras excepciones, en las que estaría además de acuerdo
plenamente la insurgencia, pues a ella se le deberá consultar, como
serían los actos atroces que se oponen a la propia entidad moral de la
rebelión, derecho éste del que cada alzado en armas es sujeto
constituyente y regulado, así como su organización. La violencia sexual,
la tortura o el enriquecimiento personal, por ejemplo, que no hayan
sido sancionados por las propias normas insurgentes, seguro que deberán
ser acciones que la guerrilla misma rechaza puedan ser beneficiadas en
cualquier norma de amnistía o de indulto.
Pero la razón que no se
aduce públicamente o con nitidez por el Establecimiento, relativa al
rechazo de la amnistía y del indulto, tiene que ver en realidad con una
operación histórica y política no contada: que si se gestan, como debe
ser, supone por el Estado reconocer derechos que son solamente predicables respecto de un actor en el arco ideológico,
viables sólo para opositores, o sea recursos de los que no van a poder
gozar naturalmente los responsables de crímenes de Estado ni sus
aliados. No hay simetría posible. Es un sustancial reflejo jurídico de una distinta esencia moral.
La
amnistía y el indulto serían sólo aplicables para dos grupos de
personas y dos clases de lucha: para quienes cometieron actos inmersos
en el derecho de la rebelión, orgánicamente tales en tanto
derivados del levantamiento armado o accionar político-militar de las
guerrillas (FARC-EP y ELN) en esta guerra irregular que libraron o
todavía libran, y para quienes no siendo guerrilleros puedan
identificarse o ser catalogados como sujetos afectados en una
“casuística” cuya base es el señalamiento, procesamiento y juicio que el
Estado ha configurado para reprimirles de hecho y “de derecho”.
En esta última categoría están las personas acusadas de ser combatientes,
pero que no son tales y a las que la insurgencia no incorporará en sus
listas como militantes suyos, pues sería admitir la impudicia de la
“justicia” oficial del adversario, faltar a la verdad y re-victimizarles
individual, familiar y colectivamente: sus núcleos de vida, estudio o
trabajo se verían todavía más afectados o amenazados. Están en esa
franja intelectuales como el compañero profesor Miguel Ángel Beltrán,
los miembros de Marcha Patriótica como Huber Ballesteros, el caso de la
compañera socióloga Liliani Obando o las trece personas vinculadas al
Congreso de los Pueblos detenidas el pasado mes de junio. Hay también
expedientes abiertos contra estudiantes y sindicalistas, en los que
obran manipulaciones y violaciones de su derecho a la defensa.
En
el proceso ya señalado de Miguel Ángel, salta a la vista que es víctima
distinguida en una reedición del secuestro del que fue objeto en México
en el período de Uribe Vélez, prolongado ahora en una prisión por un
aberrante montaje judicial. Como él, están campesinos mandados a las
cárceles por “auxiliar” a la rebelión: por haber dado un plato de
comida, por habitar en zonas de control insurgente, por no dar una
información a una patrulla militar o por permitir pernoctar a una
guerrillera. Están quienes han quedado registrados de por vida como
autores de delitos comunes, habiendo sido encausados realmente por
motivos del conflicto social, político y armado. Están presos y han sido
injustamente denigrados en investigaciones sin garantías o ya
sentenciados.
Sean insurgentes o no, el común denominador de esos
dos grupos en general es que pesa sobre ellos una consideración
ideológica construida y plasmada a través de diversos mecanismos que el
Estado colombiano en su conjunto ha implementado: más allá del rótulo de
“infractores” de la ley penal, con armas o sin ellas, los ha calificado
a unos y a otros de “enemigos” políticos, porque existe
realmente una amplia conjunción teórica desde hace medio siglo,
actualizada en tanto se mimetiza, y un funcionamiento adaptado, cuyos
resultados son la eliminación o neutralización de estos adversarios
incómodos, y de las organizaciones ligadas a unas expresiones históricas
de resistencia o disidencia que han luchado por derechos sociales,
económicos, culturales, políticos, territoriales, ambientales y
colectivos de los pueblos. Es una de las pruebas de que hay una doctrina
de seguridad macartista que está plenamente vigente.
Si la
amnistía o el indulto caben para quienes han ejercido la rebelión
conscientemente en acciones de fuerza, y los nombres de sus
beneficiarios dependerán en parte de la definición legal de actos
incluidos en su horizonte, es absurdo entonces que, por no
pertenecer en verdad a la insurgencia, quienes resulten investigados o
enjuiciados por algún caso en ese universo de la resistencia o por
infracciones comunes ligadas, permanezcan en la mira y en los circuitos
de represión o castigo legal. Resulta injusto que no puedan verse
“favorecidos” por medidas, incluso bautizadas con diferentes títulos,
que en la práctica surtan los mismos efectos de “cesación” o “renuncia”
definitiva del proceso o de la condena, anulando las negativas
consecuencias que se desprenden tras el sufrimiento ya padecido y
reparando por ellas.
Al respecto debe aclararse que la
insurgencia no tiene la obligación de incriminarse, sino el derecho de
no hacerlo, y que es el Estado el actor que tiene la carga de la prueba
de (s)indicación; es la parte que debe presentar evidencias conforme a
la enunciación del cargo penal, para lo cual adicionalmente deberá
fijarse un término temporal perentorio para recopilar reportes o noticia
con cualquier contenido penal, a partir del cual objetivamente y erga
omnes debe cesar toda acción persecutoria contra cualquiera por delitos
políticos o conexos. Tras ese paso, complementará el procedimiento la
certificación vinculante y orgánica que emita la guerrilla misma,
comprobando, corrigiendo, reduciendo o aumentando las listas presentadas
por el Estado. Es en ese cotejo y resultado de nombres, de nombres de
personas y no de cosas, donde aparecerán, o no, referencias de quienes
son señalados como subversivos y no hacen parte de las organizaciones
político-militares insurgentes.
A eso se le llama, dentro de varias formas posibles, “falsos positivos judiciales”.
Frente
a los, al menos, cinco mil falsos positivos extrajudiciales, o sea el
asesinato o masacre de pobladores para ser presentados como guerrilleros
a varios efectos abominables (recompensas, permisos, ascensos, etc.),
el Estado ha exonerado a las altas cúpulas civiles y militares, como si
no fuera un problema de instrucciones o necesidades que estimó
desarrollar en paralelo el Establecimiento para vencer en su guerra
sucia “estratégica”, triunfo del que hoy se ufanan personajes como el ex
ministro Pinzón, actual embajador en USA.
Quizá refiriéndose al
uribismo, el Presidente Santos en su disertación de la semana pasada
sobre justicia transicional (Cartagena, agosto 13 de 2015), expresó que “...mucho
menos se puede acusar a la Justicia de servir de instrumento para una
pretendida persecución política a algún sector de la oposición (...) Los
jueces y el Ejecutivo NO nos aliamos para perseguir a nadie” (http://wp.presidencia.gov.co/Encuentro-Jurisdiccion-Ordinaria-Justicia-TransicionPaz-Posconflicto).
No
se trata de las artimañas de patrón Uribe sobre la judicialización de
los colaboradores del gran capo. Se trata de la realidad que el Gobierno
debe encarar ahora mismo, del problema de la responsabilidad del
conjunto del Estado por los falsos positivos judiciales, cuyo trasfondo
no cuenta en sus libretos por falta de voluntad. En absoluto se asume:
no hay un reconocimiento de la injusta afectación causada por aparatos
revestidos de “autoridad judicial” que actúan en coordinación con las
fuerzas armadas y otras esferas estatales, además de agencias
paraestatales y empresariales.
Ha sido esa la línea histórica de
tirar la piedra y esconder la mano, la irresponsabilidad del que manda
apuntar resguardado en la “división de poderes públicos”, lo que hoy
debe quebrarse, pues no es posible rehuir de la cuestión. No revolverla
surcando en el negacionismo, no dando solución a este grave fenómeno
teniendo la facultad de correctivos, es sembrar de minas un
post-acuerdo.
No solamente debe verse cuantitativamente, o sea
contando los cientos de casos de personas perjudicadas seriamente, sino
verse cualitativamente, comprendiendo lo que registra esa
intencionalidad de persecución, pues se trata de la semilla y de la
potencia de la criminalización del pensamiento crítico y de luchas
sociales, políticas, sindicales, estudiantiles, campesinas, étnicas, de
diferentes sectores de la población en general, que en medio de una
alegada solución política negociada del conflicto armado, y en la
tendencia, están quedando expuestos y sin amparo ante campañas de
judicialización.
Tal asunto de los falsos positivos judiciales no es la variable accidental de un juez o de un fiscal que
presenta cargos impropios contra un determinado activista de verdadera
oposición o contra cualquier ciudadano tildado de guerrillero, sino que
se nos representa como la función armonizada de un sistema de poder que
articuladamente entrevé teatros de confrontación política y social, y
frente a necesidades de subordinación anticipa respuestas. Para ello
traza y conforma leyes represivas, como la de “seguridad ciudadana”, las
aplica y direcciona, concibe acciones de inteligencia para armar
hipótesis de peligro, sobre las cuales órganos oficiales deciden actuar
como actúan: dando órdenes de persecución a fin de paralizar las
expresiones sustantivas civiles y populares que dan o pueden dar futuro
sustento social a una agenda de diálogos e infundir terror en ellas para
dispersarlas y acabarlas.
Con ello, podría llegarse a un escenario paradójico:
de un lado la libertad merecida de guerrilleros y guerrilleras, presos
políticos y prisioneros de guerra, que en tanto responsables de delitos
políticos y conexos deberían ya mismo estar fuera de las cárceles; y del
otro la postergación de una solución justa a lo que es un secreto a mil
voces: el procesamiento o la condena de inocentes, como Miguel Ángel
Beltrán. Cuyo nombre, como el de centenares de personas en Colombia, no
aparecerán en listas de integrantes presentadas por la guerrilla.
Es
urgente entonces ante la desidia o indolencia estatal, tomar conciencia
y tomar decisiones conforme a esa realidad de injusticia, que no es
nueva en casi nada, pues la historia del conflicto colombiano está
cargada de miles y miles de hechos de criminalización de un enemigo
interno, considerado tal no por hacer uso convencido y rebelde de las
armas, sino por pensar, organizar, concienciar, movilizar, educar,
investigar, disentir, por objetar en conciencia, denunciar, por no
callar, por callar, por indignarse y actuar, por ser resistente...
No se refiere esa categoría a quienes en otros países como Venezuela o Cuba se denominan “presos políticos”
y son en realidad fichajes o títeres de estrategias de
desestabilización orientadas por centros de poder contra esas sociedades
y procesos de construcción de alternativas soberanas fuera del control
hegemónico.
Si hoy en Colombia por múltiples motivos es escasa la
fuerza con la que pueda hacerse sentir un movimiento social en pro de
una amnistía general, como la ha habido en otros procesos políticos, una
amnistía de la que se beneficien combatientes y no combatientes, o
lograrse un indulto tanto para culpables de haberse levantado en armas
como “inocentes” (“perdonar” a un inocente es, al menos, “anti-técnico” desde la razón penal, y “perdonar”
a quien ha ejercido el derecho superior de la rebelión es, cuando
menos, equívoco [es decir deberá explicarse qué se perdona, por qué y a
efectos de qué]), no queda más camino, ahora mismo, mientras social y políticamente se logra concebir e impulsar una amplia convergencia por la amnistía y el indulto, que éstos instrumentos sean enarbolados sólidamente en nexo con medidas homologables para las víctimas de los “falsos positivos”, donde tiene eco el planteamiento por la propia dialéctica a examen: en las Mesas de conversaciones.
La insurgencia, ahí y ahora, no puede por elemental responsabilidad eludir esta cuestión, como sí la desecha la derecha en el Estado, mirando para otro lado.
Es preciso que la amnistía y el indulto -y
formulaciones materialmente semejantes en la raíz objetiva de la
acusación política y no sólo jurídica contra ese conglomerado de
“enemigos” a los que uniría el altruismo del cambio social (la rebelión
histórica)-, se formulen ampliamente por las guerrillas, con alcances generales, sin condiciones inicuas,
no sólo para sí, no sólo para sus militantes o filas, sino, con miras
más históricas en una comprensión no sólo epistemológica sino
ético-política, generando condiciones para que otros que no son
combatientes, y que están bajo investigación y castigo en razón del
conflicto, tengan con independencia cómo decir de sí y obtengan su
libertad y seguridad jurídica.
No se trataría de suplantar su
voz sino de ayudar a que se escuche a esa inmensa humanidad que hoy
está aprisionada y prisionera tras los barrotes o que debe mantenerse
fuera del país o en la clandestinidad, por temor a ser apresada,
existiendo cientos de órdenes de captura o procesos que se están
preparando o duermen latentes contra académicos, contra dirigentes,
estudiantes, sindicalistas y activistas sociales y políticos.
Es elemental que no
puede discriminarse a ese heterogéneo grupo humano que ha resultado
objeto y sujeto de persecución, ya por circunstancias aleatorias o ya
por convicciones mantenidas de avanzar en la transformación social,
cultural y política.
Hablamos en sentido amplio de los presos políticos,
bien sea de conciencia, bien sea por razones de seguridad, ya sea por
contingencias de inculpaciones por informes, pruebas y procesos amañados
para inflar o tergiversar resultados judiciales, policiales, militares y
de inteligencia. Un principio dicta que no puede segregarse y que asiste una igualdad ante la ley.
El
Estado, que tiene las herramientas legales, tiene la obligación de
enmendar y de servir garantías de corrección y de no repetición en este
plano. Es el actor que ha causado estas violaciones de derechos. Y la
guerrilla, que tiene la palabra, tiene en consecuencia el deber de que
se busquen en la negociación los instrumentos adecuados para que cese la
ignominia de los falsos positivos.
Colombia no es “Fuente
Ovejuna”. Ojalá lo fuera en parte. Pero la utopía sostiene que tendría
que llegar el momento en que un juez deba decir al que se ostenta
dirigente con poder de perdonar:
“Haciendo
averiguación del cometido delito, una hoja no se ha escrito que sea en
comprobación; porque, conformes a una, con un valeroso pecho, en
pidiendo quién lo ha hecho, responden: “Fuente Ovejuna” / Trescientos he
atormentado con no pequeño rigor, y te prometo, señor, que más que esto
no he sacado. Hasta niños de diez años al potro arrimé, y no ha sido
posible haberlo inquirido ni por halagos ni engaños. Y pues tan mal se
acomoda el poderlo averiguar, o los has de perdonar, o matar la villa
toda”. Fuente Ovejuna (aparte final del Juez al Rey), Lope de Vega (1613).