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lunes, 17 de agosto de 2015

Culpables inocentes, amnistía e indulto

Por: Carlos Alberto Ruiz Socha
Derechos y coherencias de una transición. Apuntes (9)


Como ya está expuesto, la amnistía y el indulto componen un binomio fundamental, un doble instrumento de la misma fuente y tensión filosófica, que es crucial como paso hacia atrás, para no caer en el abismo del sometimiento. Su discusión es de las más importantes en la formulación de una coherente superación político-jurídica del conflicto armado desde una perspectiva de reversibilidad que le atañe al Estado. Su tratamiento entonces en el proceso de paz se hace ineludible, viendo en qué tiempo y con qué alcances se adoptan.

Aunque a la vista de otros parezca prematuro o deba hablarse sólo al final de la oferta de subordinación, sobre qué delitos cubren (razón objetiva y general) y quiénes serían sus beneficiarios (factor personal o subjetivo), una correcta posición ética, jurídica y política es reivindicar que su tiempo llegó; que es ya mismo y no más tarde; que es ahora cuando debe discutirse con transparencia hacia el país sobre las características y dimensiones que deberán tener la amnistía y el indulto en este pretendido cierre de la confrontación.

Dicho debate es multifacético por las cuestiones que deben estudiarse y encajarse jurídicamente a partir de realidades en el vaivén de una polarización de las opiniones políticas, que en el caso colombiano en gran medida se han incubado o inducido estratégicamente desde un poderoso sector de derecha y sus medios de comunicación de masas.

Interesadamente en sus núcleos, y no siempre en los más reaccionarios, se crea y defiende de manera subrepticia una radical contradicción: exonerar de responsabilidades por los hechos del terrorismo de Estado o la guerra sucia que impulsó el Establecimiento, o sea seguir burlando el mandato de su propia institucionalidad deshaciendo ataduras en la tramoya de la legalidad santanderista que arrastra el país por casi dos siglos, y por otro lado alegar la necesidad y supremacía de esa juridicidad en ese sentido sacralizada, en busca de toda la dureza penal posible contra el enemigo subversivo, aplicándole reglas de castigo por haberse atrevido a desconocer la legitimidad de dicho orden.

Es en ese campo de verdaderos cálculos de conveniencia o de perfidia, donde se explica actualmente la lógica de la negativa de concebir y aplicar una amplia ley de amnistía e indulto. Se aduce que si eso se llegara a hacer, se dejaría en la impunidad a los rebeldes, por delitos que no son políticos ni conexos. Siendo en realidad muy fácil salvar ese obstáculo plantando unas claras excepciones, en las que estaría además de acuerdo plenamente la insurgencia, pues a ella se le deberá consultar, como serían los actos atroces que se oponen a la propia entidad moral de la rebelión, derecho éste del que cada alzado en armas es sujeto constituyente y regulado, así como su organización. La violencia sexual, la tortura o el enriquecimiento personal, por ejemplo, que no hayan sido sancionados por las propias normas insurgentes, seguro que deberán ser acciones que la guerrilla misma rechaza puedan ser beneficiadas en cualquier norma de amnistía o de indulto.

Pero la razón que no se aduce públicamente o con nitidez por el Establecimiento, relativa al rechazo de la amnistía y del indulto, tiene que ver en realidad con una operación histórica y política no contada: que si se gestan, como debe ser, supone por el Estado reconocer derechos que son solamente predicables respecto de un actor en el arco ideológico, viables sólo para opositores, o sea recursos de los que no van a poder gozar naturalmente los responsables de crímenes de Estado ni sus aliados. No hay simetría posible. Es un sustancial reflejo jurídico de una distinta esencia moral.

La amnistía y el indulto serían sólo aplicables para dos grupos de personas y dos clases de lucha: para quienes cometieron actos inmersos en el derecho de la rebelión, orgánicamente tales en tanto derivados del levantamiento armado o accionar político-militar de las guerrillas (FARC-EP y ELN) en esta guerra irregular que libraron o todavía libran, y para quienes no siendo guerrilleros puedan identificarse o ser catalogados como sujetos afectados en una “casuística” cuya base es el señalamiento, procesamiento y juicio que el Estado ha configurado para reprimirles de hecho y “de derecho”.

En esta última categoría están las personas acusadas de ser combatientes, pero que no son tales y a las que la insurgencia no incorporará en sus listas como militantes suyos, pues sería admitir la impudicia de la “justicia” oficial del adversario, faltar a la verdad y re-victimizarles individual, familiar y colectivamente: sus núcleos de vida, estudio o trabajo se verían todavía más afectados o amenazados. Están en esa franja intelectuales como el compañero profesor Miguel Ángel Beltrán, los miembros de Marcha Patriótica como Huber Ballesteros, el caso de la compañera socióloga Liliani Obando o las trece personas vinculadas al Congreso de los Pueblos detenidas el pasado mes de junio. Hay también expedientes abiertos contra estudiantes y sindicalistas, en los que obran manipulaciones y violaciones de su derecho a la defensa.

En el proceso ya señalado de Miguel Ángel, salta a la vista que es víctima distinguida en una reedición del secuestro del que fue objeto en México en el período de Uribe Vélez, prolongado ahora en una prisión por un aberrante montaje judicial. Como él, están campesinos mandados a las cárceles por “auxiliar” a la rebelión: por haber dado un plato de comida, por habitar en zonas de control insurgente, por no dar una información a una patrulla militar o por permitir pernoctar a una guerrillera. Están quienes han quedado registrados de por vida como autores de delitos comunes, habiendo sido encausados realmente por motivos del conflicto social, político y armado. Están presos y han sido injustamente denigrados en investigaciones sin garantías o ya sentenciados.

Sean insurgentes o no, el común denominador de esos dos grupos en general es que pesa sobre ellos una consideración ideológica construida y plasmada a través de diversos mecanismos que el Estado colombiano en su conjunto ha implementado: más allá del rótulo de “infractores” de la ley penal, con armas o sin ellas, los ha calificado a unos y a otros de “enemigos” políticos, porque existe realmente una amplia conjunción teórica desde hace medio siglo, actualizada en tanto se mimetiza, y un funcionamiento adaptado, cuyos resultados son la eliminación o neutralización de estos adversarios incómodos, y de las organizaciones ligadas a unas expresiones históricas de resistencia o disidencia que han luchado por derechos sociales, económicos, culturales, políticos, territoriales, ambientales y colectivos de los pueblos. Es una de las pruebas de que hay una doctrina de seguridad macartista que está plenamente vigente.

Si la amnistía o el indulto caben para quienes han ejercido la rebelión conscientemente en acciones de fuerza, y los nombres de sus beneficiarios dependerán en parte de la definición legal de actos incluidos en su horizonte, es absurdo entonces que, por no pertenecer en verdad a la insurgencia, quienes resulten investigados o enjuiciados por algún caso en ese universo de la resistencia o por infracciones comunes ligadas, permanezcan en la mira y en los circuitos de represión o castigo legal. Resulta injusto que no puedan verse “favorecidos” por medidas, incluso bautizadas con diferentes títulos, que en la práctica surtan los mismos efectos de “cesación” o “renuncia” definitiva del proceso o de la condena, anulando las negativas consecuencias que se desprenden tras el sufrimiento ya padecido y reparando por ellas.

Al respecto debe aclararse que la insurgencia no tiene la obligación de incriminarse, sino el derecho de no hacerlo, y que es el Estado el actor que tiene la carga de la prueba de (s)indicación; es la parte que debe presentar evidencias conforme a la enunciación del cargo penal, para lo cual adicionalmente deberá fijarse un término temporal perentorio para recopilar reportes o noticia con cualquier contenido penal, a partir del cual objetivamente y erga omnes debe cesar toda acción persecutoria contra cualquiera por delitos políticos o conexos. Tras ese paso, complementará el procedimiento la certificación vinculante y orgánica que emita la guerrilla misma, comprobando, corrigiendo, reduciendo o aumentando las listas presentadas por el Estado. Es en ese cotejo y resultado de nombres, de nombres de personas y no de cosas, donde aparecerán, o no, referencias de quienes son señalados como subversivos y no hacen parte de las organizaciones político-militares insurgentes.

A eso se le llama, dentro de varias formas posibles, “falsos positivos judiciales”.

Frente a los, al menos, cinco mil falsos positivos extrajudiciales, o sea el asesinato o masacre de pobladores para ser presentados como guerrilleros a varios efectos abominables (recompensas, permisos, ascensos, etc.), el Estado ha exonerado a las altas cúpulas civiles y militares, como si no fuera un problema de instrucciones o necesidades que estimó desarrollar en paralelo el Establecimiento para vencer en su guerra sucia “estratégica”, triunfo del que hoy se ufanan personajes como el ex ministro Pinzón, actual embajador en USA.

Quizá refiriéndose al uribismo, el Presidente Santos en su disertación de la semana pasada sobre justicia transicional (Cartagena, agosto 13 de 2015), expresó que “...mucho menos se puede acusar a la Justicia de servir de instrumento para una pretendida persecución política a algún sector de la oposición (...) Los jueces y el Ejecutivo NO nos aliamos para perseguir a nadie” (http://wp.presidencia.gov.co/Encuentro-Jurisdiccion-Ordinaria-Justicia-TransicionPaz-Posconflicto).

No se trata de las artimañas de patrón Uribe sobre la judicialización de los colaboradores del gran capo. Se trata de la realidad que el Gobierno debe encarar ahora mismo, del problema de la responsabilidad del conjunto del Estado por los falsos positivos judiciales, cuyo trasfondo no cuenta en sus libretos por falta de voluntad. En absoluto se asume: no hay un reconocimiento de la injusta afectación causada por aparatos revestidos de “autoridad judicial” que actúan en coordinación con las fuerzas armadas y otras esferas estatales, además de agencias paraestatales y empresariales.

Ha sido esa la línea histórica de tirar la piedra y esconder la mano, la irresponsabilidad del que manda apuntar resguardado en la “división de poderes públicos”, lo que hoy debe quebrarse, pues no es posible rehuir de la cuestión. No revolverla surcando en el negacionismo, no dando solución a este grave fenómeno teniendo la facultad de correctivos, es sembrar de minas un post-acuerdo.

No solamente debe verse cuantitativamente, o sea contando los cientos de casos de personas perjudicadas seriamente, sino verse cualitativamente, comprendiendo lo que registra esa intencionalidad de persecución, pues se trata de la semilla y de la potencia de la criminalización del pensamiento crítico y de luchas sociales, políticas, sindicales, estudiantiles, campesinas, étnicas, de diferentes sectores de la población en general, que en medio de una alegada solución política negociada del conflicto armado, y en la tendencia, están quedando expuestos y sin amparo ante campañas de judicialización.

Tal asunto de los falsos positivos judiciales no es la variable accidental de un juez o de un fiscal que presenta cargos impropios contra un determinado activista de verdadera oposición o contra cualquier ciudadano tildado de guerrillero, sino que se nos representa como la función armonizada de un sistema de poder que articuladamente entrevé teatros de confrontación política y social, y frente a necesidades de subordinación anticipa respuestas. Para ello traza y conforma leyes represivas, como la de “seguridad ciudadana”, las aplica y direcciona, concibe acciones de inteligencia para armar hipótesis de peligro, sobre las cuales órganos oficiales deciden actuar como actúan: dando órdenes de persecución a fin de paralizar las expresiones sustantivas civiles y populares que dan o pueden dar futuro sustento social a una agenda de diálogos e infundir terror en ellas para dispersarlas y acabarlas.

Con ello, podría llegarse a un escenario paradójico: de un lado la libertad merecida de guerrilleros y guerrilleras, presos políticos y prisioneros de guerra, que en tanto responsables de delitos políticos y conexos deberían ya mismo estar fuera de las cárceles; y del otro la postergación de una solución justa a lo que es un secreto a mil voces: el procesamiento o la condena de inocentes, como Miguel Ángel Beltrán. Cuyo nombre, como el de centenares de personas en Colombia, no aparecerán en listas de integrantes presentadas por la guerrilla.

Es urgente entonces ante la desidia o indolencia estatal, tomar conciencia y tomar decisiones conforme a esa realidad de injusticia, que no es nueva en casi nada, pues la historia del conflicto colombiano está cargada de miles y miles de hechos de criminalización de un enemigo interno, considerado tal no por hacer uso convencido y rebelde de las armas, sino por pensar, organizar, concienciar, movilizar, educar, investigar, disentir, por objetar en conciencia, denunciar, por no callar, por callar, por indignarse y actuar, por ser resistente...

No se refiere esa categoría a quienes en otros países como Venezuela o Cuba se denominan “presos políticos” y son en realidad fichajes o títeres de estrategias de desestabilización orientadas por centros de poder contra esas sociedades y procesos de construcción de alternativas soberanas fuera del control hegemónico.

Si hoy en Colombia por múltiples motivos es escasa la fuerza con la que pueda hacerse sentir un movimiento social en pro de una amnistía general, como la ha habido en otros procesos políticos, una amnistía de la que se beneficien combatientes y no combatientes, o lograrse un indulto tanto para culpables de haberse levantado en armas como “inocentes” (“perdonar” a un inocente es, al menos, “anti-técnico” desde la razón penal, y “perdonar” a quien ha ejercido el derecho superior de la rebelión es, cuando menos, equívoco [es decir deberá explicarse qué se perdona, por qué y a efectos de qué]), no queda más camino, ahora mismo, mientras social y políticamente se logra concebir e impulsar una amplia convergencia por la amnistía y el indulto, que éstos instrumentos sean enarbolados sólidamente en nexo con medidas homologables para las víctimas de los “falsos positivos”, donde tiene eco el planteamiento por la propia dialéctica a examen: en las Mesas de conversaciones.

La insurgencia, ahí y ahora, no puede por elemental responsabilidad eludir esta cuestión, como sí la desecha la derecha en el Estado, mirando para otro lado.

Es preciso que la amnistía y el indulto -y formulaciones materialmente semejantes en la raíz objetiva de la acusación política y no sólo jurídica contra ese conglomerado de “enemigos” a los que uniría el altruismo del cambio social (la rebelión histórica)-, se formulen ampliamente por las guerrillas, con alcances generales, sin condiciones inicuas, no sólo para sí, no sólo para sus militantes o filas, sino, con miras más históricas en una comprensión no sólo epistemológica sino ético-política, generando condiciones para que otros que no son combatientes, y que están bajo investigación y castigo en razón del conflicto, tengan con independencia cómo decir de sí y obtengan su libertad y seguridad jurídica.

No se trataría de suplantar su voz sino de ayudar a que se escuche a esa inmensa humanidad que hoy está aprisionada y prisionera tras los barrotes o que debe mantenerse fuera del país o en la clandestinidad, por temor a ser apresada, existiendo cientos de órdenes de captura o procesos que se están preparando o duermen latentes contra académicos, contra dirigentes, estudiantes, sindicalistas y activistas sociales y políticos.

Es elemental que no puede discriminarse a ese heterogéneo grupo humano que ha resultado objeto y sujeto de persecución, ya por circunstancias aleatorias o ya por convicciones mantenidas de avanzar en la transformación social, cultural y política.

Hablamos en sentido amplio de los presos políticos, bien sea de conciencia, bien sea por razones de seguridad, ya sea por contingencias de inculpaciones por informes, pruebas y procesos amañados para inflar o tergiversar resultados judiciales, policiales, militares y de inteligencia. Un principio dicta que no puede segregarse y que asiste una igualdad ante la ley.

El Estado, que tiene las herramientas legales, tiene la obligación de enmendar y de servir garantías de corrección y de no repetición en este plano. Es el actor que ha causado estas violaciones de derechos. Y la guerrilla, que tiene la palabra, tiene en consecuencia el deber de que se busquen en la negociación los instrumentos adecuados para que cese la ignominia de los falsos positivos.

Colombia no es “Fuente Ovejuna”. Ojalá lo fuera en parte. Pero la utopía sostiene que tendría que llegar el momento en que un juez deba decir al que se ostenta dirigente con poder de perdonar:

Haciendo averiguación del cometido delito, una hoja no se ha escrito que sea en comprobación; porque, conformes a una, con un valeroso pecho, en pidiendo quién lo ha hecho, responden: “Fuente Ovejuna” / Trescientos he atormentado con no pequeño rigor, y te prometo, señor, que más que esto no he sacado. Hasta niños de diez años al potro arrimé, y no ha sido posible haberlo inquirido ni por halagos ni engaños. Y pues tan mal se acomoda el poderlo averiguar, o los has de perdonar, o matar la villa toda”. Fuente Ovejuna (aparte final del Juez al Rey), Lope de Vega (1613). 

viernes, 7 de agosto de 2015

El terrorismo de estado en tres actos - El caso de Miguel Ángel Beltrán

Por Renán Vega Cantor

“Muchos son los santos que están
entre rejas de Dios
y tantos asesinos gozando de este sol”.

León Gieco, Las madres del amor.

El 18 de diciembre de 2014, en plena huelga judicial, la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá condenó en segunda instancia al profesor e investigador Miguel Ángel Beltrán a 100 meses de cárcel, acusándolo del delito de rebelión. El pasado 31 de julio fue detenido y ha sido conducido a la Cárcel de La Picota, en Bogotá. Este hecho rubrica un sistemático proceso de persecución contra un intelectual crítico durante los últimos seis años, en que el Estado y sus diversos órganos han dado muestras de lo que significa el terrorismo oficial y pone de presente la certeza del dicho popular de que “la justicia es para los de ruana”. Analicemos tres actos de esta persecución.

Primer acto: secuestro en México

Miguel Ángel Beltrán se encontraba hacía nueve meses en México adelantando sus estudios de posdoctorado en la Universidad Nacional Autónoma, país en el que antes había vivido durante varios años. Su visa se le había vencido hacia quince días y para permanecer en el país necesitaba una visa definitiva y a Miguel Ángel le preocupaba que desde el Instituto Nacional de Migración (INM) lo llamaran con insistencia por teléfono. Era, como luego se comprobó, un señuelo para obligarlo a ir a esas oficinas a donde se tenía previsto secuestrarlo, como en efecto sucedió. El 22 de mayo de 2009 en compañía del abogado Jorge Becerril y de su esposa Luisa Natalia se dirigió a la sede del INM, a una cita previamente concertada con el Subdirector de Migraciones. Ingresó solo, mientras sus dos acompañantes lo esperaban afuera. Pasaron las horas y Miguel Ángel no salía, por lo que su esposa y el abogado demandaron por lo sucedido, a lo que un funcionario les respondió que aquél había sido trasladado a otra dependencia porque estaba en condiciones de ilegalidad, pero que no se preocuparan que pronto regresaría a su casa.

Sin imaginarse lo que había sucedido, Natalia se fue a su apartamento, encendió el televisor y vio con estupor imágenes que se transmitían desde Bogotá en las que se informaba que había sido capturado y traído a Bogotá un tal Jaime Cienfuegos, miembro de la Comisión Internacional de las FARC, que no es otro sino Miguel Ángel Beltrán.

En forma acelerada, algo que no suele caracterizar ni a los burócratas de México ni de Colombia, Miguel Ángel Beltrán fue agredido y sacado de las instalaciones del INM, metido a la fuerza en una camioneta y llevado al aeropuerto, donde un avión militar colombiano lo esperaba para traerlo, como producto del secuestro, a Bogotá. El régimen criminal de la “Seguridad Democrática” presentó al profesor como un peligroso terrorista y en persona el patrón del Ubérrimo se apresuró a decir que se había capturado “a uno de los terroristas más peligrosos de la organización narcoterrorista de las FARC”, regodeándose “porque este profesor de sociología dedicado a ser profesor del crimen esté hoy en las cárceles colombianas. Gracias por la buena voluntad del presidente de México”.

Estamos diciendo que el día 22 de mayo de 2009 aconteció un hecho vergonzoso en la historia de América Latina y de México en particular, puesto que dentro de las instalaciones del INM se secuestró en forma conjunta entre la DIJIN de Colombia y el Estado mexicano a un ciudadano colombiano. Violando los más elementales procedimientos diplomáticos, y echando por la borda una tradición centenaria de refugio a intelectuales y perseguidos políticos, el gobierno de Felipe Calderón autorizó el secuestro y la posterior entrega al régimen criminal de Álvaro Uribe Vélez de un intelectual colombiano, y en la práctica intentó resucitar el Plan Cóndor de las décadas de 1970 y 1980, mediante el cual las dictaduras de Seguridad Nacional del Cono Sur intercambiaban personas que luego eran torturadas, asesinadas y desaparecidas.

Paralelamente, los medios de desinformación (RCN, Caracol, El Tiempo, El Espectador…) se encargaron de reproducir la versión oficial –ocultando la magnitud de los crímenes del Estado colombiano y reproduciendo, sin ningún sentido crítico, las mentiras propaladas por el régimen de Álvaro Uribe Vélez.

Miguel Ángel fue encarcelado, aduciendo como “pruebas reinas” los supuestos correos encontrados en el computador mágico de Raúl Reyes y sin ningún tipo de juicio, tanto los medios de desinformación como el inquilino de la Casa de Narquiño, ya lo habían condenado. Luego se efectuó una parodia de juicio, con pruebas deleznables y testigos amañados y torpes, en una burda acción en la que la defensa de Miguel Ángel desmontó una a una las mentiras y logró que fuera declarado inocente y saliera de prisión, tras dos años de encarcelamiento arbitrario.

Segundo acto: la muerte laboral

Cuando Miguel Ángel Beltrán fue secuestrado y traído en forma ilegal a Colombia, la Universidad Nacional, institución en la que se desempeñaba como profesor, no realizó ninguna acción de apoyo ni de solidaridad y tampoco le brindo ningún respaldo legal mientras estuvo en la prisión. Durante ese tiempo lo desvinculó de su nómina docente y tuvo el descaro, casi kafkiano, de enviar a un abogado a la cárcel, pero no para brindarle asesoría jurídica sino para comunicarle que debía responder por el inventario de las cosas que la UN le había adjudicado en su oficina o de lo contrario le abriría un proceso disciplinario.

Las directivas de la UN se plegaron a las decisiones arbitrarias de la “justicia colombiana” y nunca cuestionaron ni denunciaron los procedimientos terroristas del Estado colombiano. Aún peor, los académicos e investigadores de la UN –con honrosas excepciones– no se manifestaron para defender a uno de sus colegas, asumiendo una actitud cómplice con el terrorismo de Estado. Incluso, hubo profesores universitarios, incluyendo a miembros del Departamento de Sociología, que aplaudieron el secuestro oficial de Miguel Ángel, algo que se entiende porque éste les resultaba incomodo por sus posturas políticas y por los temas que investiga, relacionados con los problemas sociales de Colombia y América Latina.

Esa incomodidad aumentó cuando, tras salir de la cárcel, Miguel Ángel se reintegró a su cargo de profesor de la UN. El día que se presentó al Departamento de Sociología muy pocos se atrevieron a saludarlo y casi todos le dieron la espalda, literalmente hablando, en forma desdeñosa. Luego llegaron amenazas de muerte y Miguel Ángel partió al exilio, una terrible situación en la que el respaldo de la UN fue casi simbólico.

Estando en el exilio, el 3 septiembre de 2013 el Procurador General de la Nación, Alejandro Ordoñez, lo destituyó de su cargo de profesor, basándose en las mismas evidencias por las que había sido absuelto, principalmente en el supuesto computador mágico e indestructible de Raúl Reyes. Durante varios meses estuvo en suspenso la destitución, tiempo durante el cual unos cuantos profesores y estudiantes de la UN y otras universidades se movilizaron y denunciaron la persecución al pensamiento crítico y a la libertad de pensamiento. En este lapso, Miguel Ángel se reintegró a su trabajo a comienzos de 2014 e impartió cátedra durante el primer semestre académico de ese año.

Pero Ordóñez no cesó en su empeño inquisitorial y el 24 de julio de 2014 confirmó la destitución de Miguel Ángel Beltrán y la prohibición de ejercer algún cargo público por los próximos trece años. El rector de la UN, Ignacio Mantilla, dando muestras de una vergonzosa postración ante la Procuraduría procedió a destituirlo, sin cuestionar la decisión de Ordóñez ni reivindicar el derecho a la autonomía de que goza la universidad. Se basó en conceptos jurídicos de abogados “progresistas” para quienes era preferible la destitución de Miguel Ángel Beltrán a oponerse a la decisión de la Procuraduría, puesto que según su retórica sofística esta última posibilidad implicaba cuestionar el Estado de Derecho, algo inaudito para su cretinismo jurídico. Lo lamentable radica en que una institución universitaria, uno de cuyas banderas es la libertad de opinión y pensamiento, haya asumido como válidos los pobres argumentos del Procurador que acusó a Miguel Ángel de formar grupos de investigación y de escribir artículos y foros con “sentido político”, en los que se admitía que el conflicto armado en Colombia se había originado en la lucha de los campesinos, lo que la Procuraduría consideró como una instigación al terrorismo.

De esta forma, las autoridades universitarias –con el apoyo tácito del grueso de la comunidad académica– pusieron en juego un nuevo engranaje del terrorismo de Estado: la muerte laboral. En efecto, la destitución de su cargo de profesor en la UN significa en la práctica para Miguel Ángel Beltrán la muerte laboral, porque está inhabilitado para ejercer cualquier cargo público durante 13 años (toda una vida en términos laborales) y después de esa destitución es dudoso que alguna otra universidad quiera contratar a un profesor destituido por la Procuraduría, sobre el cual además se han difundido toda clase de mentiras y calumnias.

Tercer acto: la condena

Lo que faltaba, luego de la destitución de la UN, a finales del 2014 se conoció la condena proferida por un miembro de la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá a 100 meses de cárcel por el delito de rebelión. Esta segunda instancia se derivó de la apelación que hizo un Fiscal a la decisión de dejar libre a Miguel Ángel Beltrán. Aunque en apariencia esta decisión no se basa en las pruebas “mágicas” que se esgrimieron luego del secuestro en México, a la larga las avala, como lo señala una información de El Espectador: “Según la Fiscalía General, el profesor universitario era alias ‘Jaime Cienfuegos’, ideólogo de la comisión internacional de las Farc. El ente acusador llegó a esa conclusión luego de revisar los documentos que se encontraron en el computador del jefe guerrillero alias ‘Raúl Reyes’, abatido el 2 de marzo de 2008 en la frontera entre Colombia y Ecuador”. Esto fue lo que dijo la Fiscalía y eso fue lo que asumió como valido el Tribunal Superior de Bogotá.

No deja de ser sintomático que la condena se haya dado en pleno paro judicial en el país, lo que indica que los miembros de la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá son esquiroles. Aparte de esta curiosidad, queda claro que el aparato judicial en Colombia es otra instancia propia del terrorismo de Estado, y no es ningún poder independiente, como lo afirma la teoría liberal sobre la separación de las ramas del Estado y por eso actúa con claro criterio de clase para perseguir a estudiantes, profesores, campesinos, trabajadores, mujeres pobres… Mientras sobre estos recae la fuerza del Estado, como se evidencia con el origen social de los miles de presos comunes y políticos que abarrotan las cárceles en el país y a los que se trata peor que animales, a los delincuentes y criminales de cuello blanco se les conceden todo tipo de gabelas para que huyan, como ha sucedido con Luis Carlos Restrepo, Andrés Felipe Arias, Pilar Hurtado, Sandra Morelli… para no hablar de la impunidad que cobija los crímenes de ex presidentes, ministros, generales y sus familiares, como sucede con los responsables de los “falsos positivos”.

El aparato judicial colombiano funciona a la perfección cuando se trata de castigar trabajadores en huelga, campesinos que protestan en las carreteras, estudiantes que hacen manifestaciones… y lo mismo cuando persigue y castiga a aquellos que se oponen al régimen, sometidos a un inagotable terrorismo de Estado. Eso es lo que ha sucedido a Miguel Ángel Beltrán, por atreverse a pensar, a disentir, a dudar de las falsas verdades del establecimiento y de sus intelectuales orgánicos. Para que esto no quede en generalidades, recordemos que el fiscal que inicialmente acusó a Miguel Ángel, cuyo nombre es Ricardo Bejarano Beltrán, suele posar en las redes sociales con uniforme militar y entre sus páginas favoritas se encuentran las de la Escuela Militar, los Veteranos de guerra de Vietnam, y entre sus fetiches se encuentran las operaciones contraguerrilla ‘Fénix’ y ‘Sodoma’. Esa es una buena muestra de la “imparcialidad de la justicia” colombiana. Por eso será que, volviendo al paro judicial, se dice en son de chiste que nadie se enteró de esa protesta, porque en Colombia la justicia vive eternamente paralizada, salvo cuando se trata de joder a los pobres e insumisos.